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28 mayo 2009

Fetidez

Equis estaba tan llena de ruidos y palabras que decidió partir rumbo al silencio. Sospechó al mutismo como reducto; se introdujeron parásitos que despedazaron sus entrañas, y eso – el rugido de entrañas rotas – hinchó a sus sienes hasta estallarlas y derramar cadáveres de pensamientos que lamieron firmamentos extraños.
Cuando alguien abría la boca se sobreponían a las sílabas brotadas de esos labios ajenos palabras que ardían en los pesados sesos de Equis. Ni siquiera sirvió el golpe que se propinó contra el espejo de su baño mientras el olor del café inundaba a los corredores de la casa como un presagio de ese día que se repetía durante años. Al abrir los ojos se supo despierta en una habitación cuya ventana daba a un jardín donde muchos lucían batas blancas que cubrían su desnudez triste.
Los ruidos y su propósito de llegar al silencio persistían.
Una mañana de nocturno sol divisó a un hombre tirado sobre la hierba, enrollado sobre sí mismo como un nonato. Nonato: no salir del vientre y hallar la ausencia de las palabras. Equis emprendió el retorno al cuerpo de su madre. A medida que se acercaba, las frases, las vocales y las consonantes se desvanecían. Mientras se empequeñecía y perdía miedo y pelo, el nombre de mamá empapaba a las cosas.
Dentro del vientre de su madre nadó presintiendo la cercanía del silencio. Mamá, ¿cómo gruñen los fetos?; mamá, ¿los fetos gruñen?; grr grr… ¿así? Al advertir la presencia de cavilaciones supo que no iba a ser testigo del silencio. Antes de seguir retrocediendo hasta llegar a los jóvenes días de mamá y los testículos de papá, tomó el cordón conectado a sus entrañas cada vez menos entrañas y rodeó a su cuello cada vez menos cuello apretándolo con fuerza. Equis dejó de ser cada vez menos Equis.

Andrés Felipe Escovar

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