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02 agosto 2009

José y su relación con el mundo

Un día en la vida de José no es como un día en la vida de cualquiera de nosotros,
aunque comience igual:

Sonó el despertador con el fastidioso y predecible chillido. Eran las 9 de la mañana y una sonrisa rebotadora se madrugó la cara de José.
- ¡Que lindo despertar con este ruidito! – a José le gustan mucho esas cosas clásicas, por mas molestas que sean-
Se vistió con su traje invisible –el que le tejió un sastre amigo con una tela especial- y salió a la calle, no a comprar, no a vender, salio a salir.
La maravilla de lo cotidiano lo maravilla, camina y se sorprende, pisa una baldosa y agradece a dios que haya estado ahí, sino quien sabe en que provincia China hubiese terminado; otra baldosa y lo mismo… los árboles le conversan, le recitan poesía, ¿Bolaño?... jamás lo sabré. Las hojas caen como haciéndole una reverencia respetuosa, y los gorriones a modo de hinchada de fútbol corean el clásico: “Jo-se, Jo-se, Jo-se” alentando con sus alitas marrones…
Tan lenta y rítmica es su caminata, acompasada y métrica, que parece una poesía calentita (calentada por el sol de las siestas de otoño); tan Tan que ni Fun ni Fan…
Y José camina, y lo siguen los animales, los colores y las temperaturas, no habla para no contaminar el aire, pero piensa, y piensa mucho, cada tanto agrade a dios no estar en China, y sigue pensando, cada otro tanto sonríe –aunque al ojo común le parezca sin causa- porque un gorrión de la hinchada le gritó algo gracioso… cruza la calle. Otra vereda otro mundo, esa es la vida para José.

Mucha gente muere angustiada, buscando algún tipo de felicidad metafísica, pensando que quizás este en alguna forma de cielo-azul-edén, y pensar que José se la tropieza a cada rato, en el ruidito que hacen las baldosas flojas cuando se las pisa es la reflexión mas hermosa y profunda de todas –al menos para mi, que lo puedo seguir en su caminata por el mundo-.

Abre la puerta de su casa,
va hasta la habitación,
mueve las agujas del reloj despertador hasta que...

Tiri-ti-ti Tiri-ti-ti...
el placer le vuelve a inundar el alma...
Un día en la vida de José es tan común que se vuelve extraño.
jairo fiorotto

01 agosto 2009

ME HIELO EN LA HABITACIÓN
Pienso en inventarme un habitáculo en el que pueda leer acostado en mi cama y con las manos calientes. Quiero leer como quiero leer: recostado, con la cabeza apoyada en la almohada, la luz que se proyecte desde detrás de la cabecera y quiero que –en invierno- las manos no se me congelen al sostener el libro.
-Guantes.
-Los que realmente abrigan la gélida piel son muy gruesos para poder pasar de página cómodamente.
-Entonces no leas, y ya.
-Pienso que podría ser del tamaño de mi cama. O mejor: para ahorrar dinero en materiales, podrías ajustarle a los laterales menores y mayores de la cama unas planchas de acrílico de más o menos dos metros de alto (así puedo pararme tranquilo) y le pondría un techo. Le inventaría un sistema de calefacción e iluminación, y lista mi pensión lectora. Sería un espacio pequeño en donde el calor se condensaría de manera perfecta. Mi habitación en mi casa de allá es muy grande; por eso. Es muy grande para mi solo. En ella entran tres camas matrimoniales además de la mía, y también tres roperos y tres sillones, y si acomodamos todo bien, tres televisores. Quedaría un poco de espacio para una heladera en un rincón: es más, entraría una mesa para almorzar y también un horno y una mesada. Tampoco habría inconveniente al colocar una pileta para lavar los platos.
-¿El baño?
-Mi habitación es tan grande que no puedo mantenerla limpia. Una vez al mes intento ordenar el sitio que yo ocupo, el resto de la habitación tiene la misma mugre de siempre. No me gustaría cambiar de sitio. Cuando me pierdo en él –en el sentido metafórico de “embelesarse y dejarse llevar”- (una vez sucedió el significado no metafórico y sí literal y encontré la salida aguzando mucho el oído y concentrándome en el sonido de la radio que había dejado prendida antes de embarcarme a buscar un pijama por la sección de los sillones. Doblé por una calleja formada por un sofá y tres armarios y me perdí totalmente) soy feliz, siento que a pesar del frío (al cual como habrán leído, le hallé solución) pude hacerme de un mundito muy grato donde vivir.
-Volví; fue fácil encontrarlo.
-¿Fuiste al real o al que todavía no inventé?
-Pregunté por el baño no para ir son para recordarte que no lo habías incluido en tu relato sobre todo lo que entraría en tu habitación. Ahora que caíste en la cuenta de tu falta, sinceramente necesito un baño.
-Cuando me distraigo es siempre porque comí demás. Siempre como demás, me apasiona la comida. Sobre todo la abundante, abundante comida del ejército. (En mi habitación entraría un ejército). Son muchos los muchachos, y el cocinero nunca termina de contarlos, y por eso no les cuesta nada alimentarme también. De soldado tengo un dado, nada más, pero finjo muy bien ser uno. Qué bueno que tomé ese curso de teatro hacer tantos años: si no supiera fingir ser soldado seguro me hubieran matado cruelmente como a una flor arrancada por una vieja envidiosa que la quiere en su florero. Sí, yo le miento al regimiento porque tengo mucha hambre siempre. De comida, claro, aunque ellos tienen hambre de muchas cosas más. Pobre el cocinero, que no puede acallar las otras hambres de los soldaditos y se enojan con él. El cocinero es un chico de unos treinta años, casado y abandonado por su perro. Su mujer no soporta la idea de no poder hacer un churrasquito y el cocinero sufre por la partida de su can. Me cae bien, sobre todo si no le agrega tanto queso rallado a las pastas.
-¿Ravioles?
-Cualquier pasta. Rellena o no, sin queso y gaseosa sin hielo. Sin servilletas de papel para no contaminar y sin pan para no engordar. Sin mantel porque me incomoda y sin mozo porque odio dar propina.
-Estas distraído
-Y tengo hambre.

Cerré el libro en esa página. No tenía número.


José.


























(ro)

30 julio 2009

El domingo de José

El domingo José despertó temprano por culpa de unos ruiditos casi imperceptibles que venías del lavadero. La llama del calefón se había apagado y tuvo que resignarse a una ducha fría.


Mientras calentaba el café escuchó como se quebraban, de a uno, los filamentos de los foquitos de toda la casa. Abrió de par en par la ventana del comedor y la luz irrumpió en la habitación. José se quedó leyendo el diario hasta el mediodía. A lo largo de la mañana pudo oír como se retorcían lentamente la cañería del baño, como se rajaban los espejos y los vidrios de de la planta superior, como se cortaban los cables de los electrodomésticos. Preocupado, prefirió no almorzar y se fue a ver el partido al bar, cruzando la plaza.


Cuando salía escuchó – o eso le pareció – que los peldaños de la escalera se aflojaban y se falseaban casi todos al mismo tiempo.


Después del partido se acordó de lo que pasaba e intuyó que las cosas habían empeorado. Desde la esquina pudo ver algunas personas que se detenían junto a su casa y luego cruzaban la calle, para mirar desde la otra vereda. El grupo era grande. Antes de poner la llave en la cerradura José oyó un crujir de bisagras. Con la oreja en la pared sintió estremecerse los cimientos, partirse las vigas, quebrarse los pisos. Cruzó, antes de que fuera tarde.


Ignacio

28 julio 2009

"José estaba en su cuarto y miraba la hoja blanca y bla preguntaba por qué tenía que escribir sobre yojosé y midomingo si yo José y en su cuarto hoja blanca midomingo miraba José y preguntaba por qué yojosé midomingo escribiré"

Sol

23 julio 2009

LA REVELACIÓN

José se quitó los lentes oscuros y dejó al descubierto sus ojos. No podía creer que lo estuviera viendo. La columna de humo blanco se elevaba hasta allí donde la vista no llega. El ruido brutal enmascaraba el canto de las aves y el ladrido de los perros, que concertaban todos en una sinfonía del terror. La onda expansiva intentaba expulsarlo unos metros hacia atrás, pero él se afanaba en presenciar de cerca aquel espectáculo.
La nave se abrió paso a través de la intensa nube, partiéndola en dos y disipándola, sumiéndolo en una densa niebla. La estrella de fuego se encendió en el cielo y todas las ilusiones de ser el primer hombre en pisar la luna, estallaron en mil pedazos y cayeron a tierra.
Tres horas antes, aquella tarde de octubre de 2318, José esperaba afuera del consultorio del doctor De Iullis los resultados de los últimos análisis clínicos previos a la partida de la nave.
La puerta se abrió y detrás estaba el doctor. Un octogenario de largo vello facial.
-Adelante, capitán. -dijo.
José entró y, sin esperar ofrecimiento alguno, se sentó frente al escritorio. El doctor se sentó en su sillón, frente a él, al otro lado de la mesa.
-¿Cómo anda? -preguntó el doctor.
-Bien. Un poco ansioso por los resultados. -contestó José mientras se rascaba la ceja derecha.
El doctor calló unos segundos. Emitió un rugido para liberar de flema su garganta y dijo, -Verá. No tengo buenas noticias.
José permaneció en silencio y De Iullis continuó, -Hemos encontrado, gracias a estos análisis y las recientes novedosas tecnologías aplicadas en medicina, una pequeña irregularidad en su mapa genético. Al parecer, usted no es totalmente humano.
-Pero, ¿Cómo? -dijo José- Mis padres son humanos. Mis abuelos lo eran. Me veo como un humano. Soy humano.
-Bueno. -dijo el doctor- No todo es lo que parece. Evidentemente se trata de un gen recesivo de otra especie, quizás animal, vegetal o robótica, que se infiltró en algún punto de su árbol genealógico. Lo siento, capitán, pero no podrá viajar.
-¿Por qué? -dijo José- Soy el más calificado. El más fuerte y sano. ¿O acaso me han encontrado alguna enfermedad?
-Vea capitán. Es cierto todo lo que dice, y créame que si de mi dependiera, lo elegiría a usted para esta misión. Pero cuando se descubrió la farsa yankee de hace cuatro siglos, esta historia de llegar a la luna se transformó nuevamente en un asunto político muy importante. Podrá comprender, entonces, que el primer hombre en llegar hasta allí, no puede ser, ni siquiera un poquito, no humano. Lo acompaño en su tristeza pero no puedo hacer nada. Ahora, si me disculpa, debo seguir…
José no esperó a que el doctor terminara de hablar. Se levantó y salió del consultorio. Deambuló largo rato por los campos de la base aeronáutica. Lloró. Pensó en la oportunidad que se le escapaba y en su confusa red ancestral. Fue entonces cuando los altoparlantes comenzaron a rezar, -Cinco, cuatro, tres, dos…

Juan Pablo Bidegain